jueves, 13 de agosto de 2009

El pueblo

En España casi todo el mundo tiene un pueblo. Se va más, menos, o nunca, pero hay un vínculo a través de los padres, que nacieron y crecieron allí. El fenómeno "pueblo" no existe en Alemania de esa forma, pues la gente vive en ellos o si se han ido no guardan esa conexión. Visitan a las familias un par de días en Navidad o Semana Santa, y no pasan las vacaciones allí. Tampoco hubo ese éxodo masivo como el de la España rural a las grandes ciudades, y por eso nunca se han quedado vacíos. Pero el que los pueblos se llenen en verano es un fenómeno español y por nuestro carácter dicharachero, festivalero, y nuestro clima se convierten en toda una fiesta cada verano.

Yo vengo de un pueblo llamado Madrid. Y como me he criado en él y no resido en él, aprovecho todas las ocasiones que tengo para ir para allá, pues es "mi" pueblo. Aquí tengo que explicar que soy capaz de tirarme tres o cuatro semanas en Madrid pasando calor, sin necesidad de ir a ningún sitio, pues mucha gente no lo entiende. Como con niños es otro asunto, desde hace un par de años hemos vuelto al otro pueblo, es decir, al de mi madre, que en verano es un claro ejemplo de montones de pueblos de España. Es un pueblo de Extremadura donde no eres tú sino el "hijo de ('la')" o "nieto de". Donde todo el mundo se conoce (por eso los extraños tenemos que explicar quiénes somos). Donde en invierno no viven más que un par de ancianos, y en verano se llena de gente de toda España, con niños, muchos niños. Donde las familias tienen motes. Donde las rencillas pueden durar generaciones. Donde no se va a la piscina si la llevan ese verano concreto los que no "deben". Donde la gente se sienta por la noche "a la fresca" a charlar, y los muchachos (y bien pequeños) andan sueltos hasta medianoche, para luego recogerse a dormir cuando tocan las doce campanadas del reloj del ayuntamiento. Donde de repente se oye hablar alemán en la piscina (y no éramos nosotros sino otra familia de ''emigrantes"). Donde las puertas de las casas están abiertas, y de repente se te mete una vecina que te trae patatas o tomates de su huerto.

Reconozco que a mis hijas les gusta más que a mí, pues nunca fui de niña, pero es divertido ir y ver lo bien que se lo pasan ellas allí y lo despendoladas que están, correteando con los niños por las callejuelas, algo imposible de hacer en la ciudad. Pero a mí, después de cuatro o cinco días me empieza a entrar desasosiego. La llamada de mi pueblo irrumpe en mis vacaciones campestres y me vuelvo a Madrid. Tranquilidad, campo y naturaleza tengo también aquí, pero la sensación de estar en mi lugar de origen la tengo sólo en un sitio. No obstante pienso ahora en el pueblo lleno de veraneantes, en la piscina tan maravillosa que hay con unas vistas impresionantes, y siento pena porque se les acabe el veraneo y que se vuelva a quedar vacio, hasta el verano siguiente. Lo bueno de mi pueblo es que nunca se queda vacio, ni siquiera en invierno.

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