A la entrada, el camino, con lagos a un lado, laderas al otro, no te desvela que lo mejor está por llegar: las secuoyas que yo misma, con mis pocos conocimientos de botánica reconocí a la primera, pues son espectaculares, y el castillo de la Hulpe arriba al fondo de la ladera. La primera vez no me acerqué hasta arriba, pues las secuoyas y las vistas del castillo en lo alto me bastaron, pero la segunda, al rodear el castillo, me maravilló lo que había más allá: otras laderas de kilómetros hacia abajo, en las que me imaginé a algunos reyes antiguos en jornadas de cacería. Y todo eso está ahí para que pasee cualquiera en plan dominguero, cualquier día del año.
Supongo que todos tenemos un lugar al que nos gustaría recogernos de vez en cuando, donde sentimos una paz que nos llena, un sitio donde mirar el horizonte y pensar, o no hacerlo, simplemente. Me encantaría que mis lectores me contasen de los suyos, en esta página o en privado. Y al que quiera le llevo a La Hulpe. Tampoco fui tantas veces, pero antes de irme de Bélgica fui a despedirme un día con mis hijas. Hicimos lo de siempre, nos sentamos a los pies de una de las secuoyas y caminamos. De esto hace ya algo más de tres años, y desde entonces, de vez en cuando me acuerdo de ese parque, de la paz que me transimitía, de su belleza. Estos días pienso mucho en él.
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