domingo, 15 de agosto de 2010

Lista de lectura veraniega

Thomas Mann: Die Buddenbrooks.
Daniel Kehlmann: Die Vermessung der Welt.
Charlotte Roche: Feuchtgebiete.
Miguel Delibes: El hereje.
Gabriel García Márquez: Memoria de mis putas tristes.
Mario Vargas Llosa: Travesuras de la niña mala.
Juan José Millás: Dos mujeres en Praga.
Antonio Muñoz Molina: Beltenebros.
Marguerite Duras: L' Amant.
Sempé-Goscinny: Le petit Nicolas.

Sí, esta es mi lista de lectura de este verano, aunque mejor debería decir de libros que he paseado este verano de un lado para otro, pues no me he leído al final ninguno, tan sólo de los Buddenbrooks 79 páginas (... es un tocho de 682). Aseguro que cuando los metí en la maleta antes de mis vacaciones estaba convencida de que me los iba a leer TODOS, convencídisima, ya que incluso pensé llevarme más. Al sacarlos de la maleta de regreso, me da vergüenza no haberme leído ni uno, y no entiendo por qué no pudo ser. Llevo años, concretamente desde que nacieron mis hijas, leyendo mucho menos de lo que me gustaría, y creo que es una cruz de todos los que tenemos hijos pequeños. Cuando algunos me cuentan (incluso algunos que tienen hijos), que se han leído 10 libros en vacaciones, me dan envidia y me pregunto que cómo lo hacen. Me resulta muy difícil concentrarme en la lectura con niños alrededor, y salvo a ratos perdidos, que yo utilizo para leer prensa, me cuesta encontrar la paz para leer, mismo en vacaciones. Y no es que no lo intente: en la piscina, en la playa, por la noche tras la cena. Siempre hay una vocecita que dice "mamá", y si no, por suerte, algún plan mucho más apetecible que quedarse leyendo en casa, es decir, tratar de leer y que la vocecita vuelva a decir "mamá".

No obstante en los últimos dos años he mejorado, pues he pasado de leer cero libros a leer unos 4 ó 5. Este verano quería volver a mis hábitos lectores de antaño, pero va lenta la cosa. Antes de las vacaciones me leí de una sentada The Humbling, el último de Philip Roth, autor del que no había leído nada todavía, como me ocurre con otros autores americanos contemporáneos. Me fascinó la sencillez del lenguaje, que me hizo pensar que podría estar escrito por cualquiera, pero no, ahí reside el talento de pocos escritores. No necesitan un lenguaje rimbombante ni un estilo complicado para narrar con un ritmo propio. Y al leer algo así, y sin que importe demasiado la trama, te quedas embobado, pensando que debes leer más, en mi caso al menos todos los que tengo ya comprados sin leer, que no son pocos.

Porque ése es otro hábito mío: a pesar de leer tan poco en los últimos años, adquiero de vez en cuando algunos de los libros que deseo leer, como si por el hecho de tenerlos hubiese dado un paso, y me viese obligada a leerlos y esto en sentido positivo, pues mejor obligación que la lectura imposible. Por eso, a los diez que he transportado a España y de vuelta se han sumado otros tres más para el regreso:
Madame Bovary, de Flaubert, en francés, El viaje del elefante, de Saramago, y De qué hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami.

Mi lista sigue creciendo... no de lecturas, pero de las no-lecturas. No sé si decir que la intención es lo que cuenta, pero no me consuela.

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