jueves, 26 de noviembre de 2009

Ni visto ni agradecido

De todas las tareas que uno puede hacer, las de la casa son las más ingratas y si hay alguien que piense lo contrario, que levante tímidamente el dedo, pero seguro que será alguien que no las realiza. Son necesarias, pero no por ello tienes la sensación de haber logrado algo, pues nunca acabas, y parece que estás metido en una espiral, pues tras haber planchado la última camisa, por ejemplo, tienes las siguientes recién lavadas o por lavar. O según has limpiado las ventanas, vendrá tu hijo, y pondrá las manazas como huella "aquí estoy yo". Porque son trabajos que nadie ve ni agradece. Todavía no he oído que a nadie le digan: "Pero mira qué relimpias te han quedado las ventanas", o "Los cuellos de las camisas te han quedado esta vez de miedo", "pero cómo brillan los suelos", "y vamos, ni una mota de polvo". No, el estado de las cosas es ése, parece, ¿será su estado natural? Aunque como dice una amiga mía, también se puede limpiar lo menos posible para que el marido no se acostumbre y se queje cuando todo no está perfecto.

Recuerdo la mala leche que se le ponía a mi madre cuando yo era niña, sobre todos los domingos por la mañana, quizá por la sensación que comprendo ahora muy bien de que todos los días son iguales y de que nunca acabas. Empieza por el "¿qué comemos hoy?" ("ay, qué aburrimiento con la comida", decía mi madre), y sigue por el "ggggg, la nevera está vacía", o "el suelo estaba recién fregado y me han entrado los críos con las botas llenas de barro, los mato...". Porque si encima tienes hijos parece que las tareas se duplican. El suelo recién limpio, estará lleno de migas al instante, o te volcarán el zumo. Son las leyes de un guión no escrito pero infalible.

Siempre digo que si al final del día alguien me pregunta "qué has hecho hoy" diría, "nada". Pero el "nada" es lo siguiente: recoger lo que la marabunta deja por medio (desayuno, ropas, cama), quitar el barro de los zapatos, llenar y vaciar máquinas (menos mal que las tenemos; el inventor de la lavadora y el fregaplatos se merecen el Premio Nobel de la Paz), doblar ropa que milagrosamente para el resto de los habitantes de la casa aparece en los cajones correspondientes. Pero las alarmas te saltan cuando alguien de casa te dice: "Pero no tengo calcetines en el cajón", o "¿Cómo puede ser que no hay Actimel de vainilla en la nevera?" Son momentos en los que recapacitas y empiezas a realizar experimentos: como esperar a que en la nevera no quede nada de nada (yo lo he hecho: y un día era "vaya, no queda mermelada de melocotón", y yo "NO". "Huy, no queda Gouda", y yo "pero quedan otros quesos", y así hasta que dejaron de protestar y empezaron a comer lo que había. Pero el mejor experimento que he realizado es el siguiente: había una botella de agua de plástico vacía debajo de la mesa del comedor. Al ir a agacharme (está comprobado empíricamente que yo he sido durante mucho tiempo la única que se ha agachado en esta casa, por un instinto innato) pensé: "Vamos a ver cuántos días se queda la botella ahí debajo". Y efectivamente, pasaron los días, hasta cinco (!), y porque no pude más y durante una cena dije: "Gente, ¿es que nadie ve la botella de debajo de la mesa?", y todos "nooooo". Nadie ve que normalmente eres tú la que recoge lo que por arte de magia aparece en sitios que no corresponden, y nadie devuelve a su sitio. Con mi hija mayor estoy realizando otro experimento: por las noches, al desvestirse deja la ropa sucia tirada en la litera de abajo. Le he dicho que ya no la llevo más al cesto de la ropa sucia. Que cuando no tenga ropa limpia en el armario, que entonces a lo mejor se da cuenta de que lo tiene que hacer. Pero el montón de encima de la cama aumenta por momentos... Debe ser que la casa es el reino de los ciegos o de los que quieren serlo.

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