sábado, 24 de abril de 2010

Artesanos

Anoche me estrené mi libelula. Es una costumbre muy mía comprarme algo y estrenarlo meses después. Y al colocarme el broche de la libélula, evoqué el momento y el sitio tan entrañable donde lo compré. Fue en Florencia, hace dos meses. Mi amiga y yo entramos en una tiendecita que nos llamó la atención en una calle que no pillaba tanto en la ruta de los turistas. Descubrimos una plaza que nos sorprendió, y al regresar en dirección al Duomo, la tiendecita nos atrajo como un imán. Dentro, una señora mayor estaba sentada haciendo bisutería: pendientes, pulseras, collares, y todo lo que vendía era hecho por ella. Cumpliendo todos los tópicos parecía toda una mamma italiana, salida de una película de Fellini. Entablamos conversación con ella, y me contó de su hijo, que vive en Berlín, y allí estaba ella, trabajando todo el día rodeada de perlitas, cierres o broches. Al lanzarme yo por la libélula me dijo que a las españolas nos gustan las libélulas, que había elegido lo típico. "Jo", pensé, tan previsible es una. Pero es cierto que me gustan las libélulas (más las de mentira...), igual que llevo un colgante de jirafas que no me quito nunca, y no sé por qué me gusta tanto, pues no asocio nada con ellas, o precisamente por eso.

Como soy culo de mal asiento, y podría vivir y estar en muchos sitios a la vez, envidié a esa señora metida en el microcosmos de esa tienda, día tras día, hora tras hora, haciendo esas pequeñas obras de arte. Parecía llevar una vida plena, feliz en su mundo. Nos soprendieron tantas tiendas en Florencia de artesanos dedicados a su oficio, ellos solos en sus talleres.

Y hoy precisamente he sido yo la artesana. Animada por una amiga que quería llevar a sus hijas, me apunté con ellas a un curso en una tienda de perlitas y abalorios, y allí he pasado la tarde con mi hija y cuatro más. He ido por mi hija, pues yo soy poco dada a las manualidades. Lo único que siempre me gustó de verdad fue coser, y ya no lo hago. Pero está bien dar una alegría a una hija tan creativa como la mía. Tenazas, perlitas, cierres, miles de colores posibles, infinitas posibilidades, y yo, con mi poca creatividad para estas cosas. La que nos ha dado el curso me ha contado que el dueño de la tienda ya no se pasa por allí, y entonces me he acordado de la señora de Florencia, atendiendo y trabajando sus obritas ella misma, mientras que el otro ha montado el negocio, con venta en internet y todo, y seguro que está todo estresado, huyendo de los clientes estresados a la búsqueda de lo especial entre tanta oferta, pues lo que más difícil me ha parecido del curso no fue tener las tenazas en la mano o ir metiendo las cuentas en el hilo, sino tener que elegir qué cosa hacer, de qué color o colores, el tamaño de los materiales. Y como siempre tengo bastante claro lo que quiero (...aunque no lo parezca), del grupito de seis que éramos, he sido la primera en decidirme, en hacerlo y en acabar, y mientras hacía mi llavero con mucho colgajos (me ha quedado barroco) me he acordado de la señora y su tienda, y ahora entiendo que estuviera tan tranquila pues es una actividad relajante y entretenida. He pensado que no hace falta hablar cinco idiomas y tener una carrera. Con lo entretenido que es estar un buen rato concentrada en tu obra, y al terminarla tener la sensación de haber hecho algo. No está mal para alguien como yo, que lleva demasiado tiempo con la sensación de hacer sin hacer. Además de modista, que era lo que quería ser cuando era niña, y luego aprender idiomas, siempre he pensado que me hubiera gustado ser restauradora de arte, y no iba desencaminada, pues es el parangón manual de los que vivimos en el lenguaje, pensado en y sobre él: me atrae la idea de concentarme en una pieza, y estar día, o meses restaurando un trozo de un cuadro, o fachada. Para los que pensamos demasiado, como yo, son las actividades adecuadas, pues mientras piensas haces algo. Como escribir, igual.

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