domingo, 14 de junio de 2009

Ceder o no ceder

Hay días en los que me gustaría ser psicóloga, por si sirviera de algo. Hoy me siento como un verdugo, mandando a mi propia hija al paredón, es decir, al viaje de fin de curso. Tras una muy mala experiencia el año pasado, lleva un año entero diciendo que no iba a ir. Hace un mes resignó y aceptó su destino. Esta semana ha sido de órdago: que si sí quiero ir y voy a estar bien, que si no puedo y no lo voy a superar, y estos cambios de ánimo se daban cada diez minutos. Ayer la cosa empeoró, y hoy ha sido la hecatombe, mientras preparábamos la maleta y la partida inminente de mañana. Como padres, hay cosas en las que no se puede transigir, pero aunque no lo hagas, tus nervios deberán ser a prueba de bomba. Por eso decía lo de ser psicóloga, por si acaso sirviera de algo.

Para mí hay cosas en las que se puede ceder, o negociar, algo que les encanta a los niños: cuántas cucharadas se comen de la comida, cuántos minutos más pueden ver la tele o la hora de irse a la cama. Pero en otras no: ir una tarde por semana a la escuela española siendo española ("ahora no lo entiendes, pero cuando seas mayor, me lo agradecerás"), tener que salir al patio cuando llueve y hace frío ("entiendo que no te guste, pero aquí es así"), o ir al viaje de fin de curso ("van todos los niños de tu clase y tú no te puedes quedar en casa, te arrepentirías"). Pero no se trata de eso, sino de la lucha de poder. Llevo tiempo además oyendo de otras madres que conocen el problema que quizá soy muy dura por obligarla, que debería ceder, que no hay que ignorar el "alma infantil" (palabra muy utilizada en alemán, die Kinderseele) y que tampoco pasa nada si no va, que simplemente hay que respetar su voluntad. ¿Y quién respeta la mía? A los abogados del alma infantil les digo que los niños no distinguen más que el blanco o el negro; el gris no existe en su gama de colores.

Pero como tampoco soy tan dura, ha habido un momento que me ha enternecido mi alma de madre instransigente. Al hablar de lo que se lleva de comida para el tren, ha rechazado todas mis ofertas como bocadillos y demás cosas "frías y que no son comida de verdad", según ella. Como el reo que pide su última comida, me ha pedido que le haga una tortilla de patata. Y eso es algo que no le puedo negar, aunque me toque por ello levantarme aún antes. Y porque a lo mejor la psicología de la tortilla de patata ayuda algo.

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