jueves, 18 de junio de 2009

Museos de los horrores

Anoche leí un artículo en el periódico sobre museos raros. Como amante de los museos que soy, sobre todo los de pintura, me llamó la atención la enumeración de las muestras tan singulares que existen en el mundo, y me sorprende el afán de coleccionar objetos así y más aún mostrarlos a otros locos que deseen verlos. No me sorprenden los museos eróticos, de los que existen muchos en el mundo, y que se mencionaban en el artículo. Concretamente en Hamburgo hay uno, que visité hace muchos años en su antiguo emplazamiento. De todo lo expuesto, recuerdo particularmente una colección de pinturas chinas capaces de sonrojar al más pintado, y teniendo en cuenta que eran del siglo XII o XIII, salí del museo pensando que hoy día no se ha inventado nada nuevo y menos el voyeurismo. Pero sí que me sorprenden "La Faloteca Nacional" de Islandia, el museo del calcetín de Tokio, uno de excrementos en Holanda, otro de inodoros de la India, y al pensar en el de asesinos en serie de Florencia se me ponen los pelos de punta.

No entiendo quién puede querer visitar estas colecciones, y más rarezas que habrá. En todas las ciudades grandes hay alguna pinacoteca y varios museos "convencionales". Luego siempre habrá alguna colección especial. Por ejemplo en Hamburgo existe un museo de esas botellas que llevan barquitos dentro, para el que quiera saturarse con ejemplares de todos los tamaños y épocas; existe también otro sobre las aduanas, que muestra entre otros los alijos encontrados por la policía y las formas orginales de pasar por la frontera objetos de contrabando, un Museo del Trabajo (sí señor, para que no digan que no se lo toman en serio), y otro museo que abrió hace un año sobre la navegación, el "Maritimes Museum", situado en la HafenCity, el nuevo barrio de Hamburgo. Reconozco que salí saturada tras diez pisos llenos de objetos y explicaciones dedicadas a la navegación, y lo recomiendo sólo a los fanáticos de este tema. A mí me aburrió.

Los sorprendentes son los museos únicos, es decir, los que son mágicos o por su emplazamiento o por el edificio en sí, por lo mostrado, por la forma en la que se muestra lo expuesto, o por la relación con la ciudad. Nunca se me olvidará la impresión que me causó mi primera visita al Museo Pergamon de Berlín, y ver el Altar de Pérgamo allí instalado, prácticamente entero, y ver también las no menos sorprendentes puertas del mercado de Mileto y de Istar. Otro de mis favoritos es el Museo de Instrumentos Musicales de Bruselas, no siendo yo amante de la música clásica y menos tocar un instrumento, pero entre el edificio de arquitectura Art Nouveau y la forma tan original de presentar instrumentos de todas épocas, pudiendo oír además a través de unos auriculares que te entregan a la entrada los sonidos de los mismos, salí maravillada. Hace poco leí un artículo Vargas Llosa sobre el Museo de África de Tervuren, en Bélgica. Estaba muy cerquita de donde yo vivía y lo visité en varias ocasiones. Como lo describía Vargas Llosa, el entorno es tan bonito, metido en un parque precioso, y el edificio es tan colosal, que te acaba por despistar de que estás en un museo del horror, pues es la muestra del expolio realizado por Leopoldo II en el Congo. Las salas tan grandes, y lo poco expuesto, teniendo en cuenta que los almacenes del museo conservan infinitas veces más la cantidad exhibida, te embaucan en lo que te parece una mirada neutral al continente africano, pero que no lo es.

Pero todo esto me hace pensar en un libro maravilloso, "El museo de la inocencia" de Orhan Pamuk, que todavía no está editado en español . En la Turquía de los años 70, un joven de la clase alta de Estambul se enamora de una pariente lejana pobre unos días antes de la fiesta de su compromiso oficial con su novia. Ya durante la relación que mantienen hasta el mismo día del compromiso, él empieza a guardar objetos usados por ella o que le recuerdan a ella: un pendiente, una cucharilla, un salero, y todo tipo de objetos usados o simplemente tocados por ella, y así sigue durante los años en los que, tras no haberse visto un tiempo, vuelven a encontrarse, y ella está casada, y él sigue viéndola durante las visitas que realiza a la casa de los padres de ella, donde ella vive también, y sigue llevándose objetos. Cuando la pérdida del amor es definitiva, empieza a viajar por el mundo buscando museos que muestren esos objetos tan íntimos y personales, buscando consuelo, pero a la vez la esencia del museo en sí, con el que crear un museo de verdad en Estambul, como homenaje a su amada. El libro me fascinó porque el amante desesperado encuentra en ese coleccionar la paz que necesita y la contraparte a su narcisismo y el dolor por el amor perdido. De hecho, Orhan Pamuk, que en la trama narrativa se ocupa en la ficción del legado del protagonista, va a abrir en Estambul un "Museo de la inocencia", porque como aparece en el libro: "¿No es el objetivo de la novela y el museo narrar nuestros recuerdos de la forma más franca posible y a través de ello transformar nuestra felicidad en la felicidad de los demás?" Por supueso que la felicidad es subjetiva, y pensando en esto, a mí me produce felicidad ver el Altar de Pérgamo, aunque no esté "en su sitio", ver la Nefertiti, ver los cuadros de Vermeer, ¿pero dónde está la felicidad producida por ver los museos de los horrores descritos arriba?

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